La libertad de expresión sale cara

  • Por:
  • Carlos Sánchez Almeida

El Código Penal de 1995, calificado pomposamente por sus redactores como el Código Penal de la Democracia, nació muerto en lo que se refiere a la libertad de expresión. Iglesia, Monarquía, Patria y Bandera quedaron blindadas frente a la legítima crítica de los ciudadanos, con penas por delitos contra los sentimientos religiosos y patrióticos.

Dos cabezas destacaron en su redacción: María Teresa Fernández de la Vega, hoy en el Consejo de Estado y entonces secretaria de estado de Justicia, y Diego López Garrido, que en aquellos tiempos comenzaba la escalada que lo llevaría desde Izquierda Unida, pasando por Nueva Izquierda, hasta recalar en el PSOE y hoy al frente de la Fundación Alternativas.

No sólo se blindaba el Estado, también se blindaba a sus siervos, con penas para quien calumnie o injurie al Gobierno de la Nación, al Consejo General del Poder Judicial, al Tribunal Constitucional, al Tribunal Supremo, o al Consejo de Gobierno o al Tribunal Superior de Justicia de una Comunidad Autónoma. Es decir, penas por opinar sobre instituciones que por su especial función han de estar sometidas al escrutinio público. Penas por delitos de opinión.

El delito de odio del artículo 510 ya estaba en ese Código Penal, si bien su alcance era infinitamente más reducido que el actual. Los gobiernos Aznar y Rajoy engordaron el Código Penal hasta asfixiar con él toda libertad de opinión, especialmente con el nuevo delito de enaltecimiento del terrorismo. Un delito cuya pena se incrementa si se comete en redes telemáticas, en virtud de la reforma penal antiterrorista que pactaron Mariano Rajoy y Pedro Sánchez.

La tormenta perfecta para nuestras libertades llegaría de la mano de un fiscal hijo de militar que, reconvertido en magistrado, acabaría presidiendo la Sala Segunda del Tribunal Supremo. Además de velar por el futuro profesional de sus hijos, Manuel Marchena es un excelente intérprete del reverso del derecho: sabe perfectamente cómo darle la vuelta a la letra de la ley para maximizar el impacto de la norma penal sobre nuestros derechos y libertades. Suyas son las interpretaciones legales más liberticidas, especialmente en lo que se refiere a la libertad de expresión en internet: léanse la sentencia con la que condenó a César Strawberry.

Todavía estamos a tiempo de revertir la actual situación, antes de que España sea condenada nuevamente por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Hay iniciativas parlamentarias para derogar todos los delitos de opinión que menciono en este artículo. Tramítense, vótense, apruébense.

La libertad de expresión sale cara. Si fuese más barata, no sería libertad. Y cuando las leyes se desvían de la realidad, la realidad redacta las leyes desde la calle. Unas calles que se incendiarán más cada día que pase sin reformarse el Código Penal, porque mientras no haya libertad para expresarse en las redes, la palabra la tomarán las calles.

 

Carlos Sánchez Almeida es abogado y director legal de la Plataforma en Defensa de la Libertad de Información